La octava vez de Roger Federer

La octava vez de Roger Federer

Samuel Aldrey

@SamuelAldrey

 

La inmortalidad es solo para aquellos elegidos. Roger Federer es uno de esos elegidos que va por el mundo con su raqueta amarrada en un puño, para soltar elegancia y poesía en la pista con un ADN diseñado para el triunfo.

En el 2016 el reloj de arena pareció agotarse. Cada minuto, cada hora en pista, cada torneo le susurraba “es tiempo de retirarte”. Hizo oídos sordos, pero su cuerpo ese año le dijo basta. Su rodilla le falló y él paró. El reloj parecía acelerar el adiós del suizo.

Pero Federer se recuperó. Llegó el 2017 con el reloj volteado para reiniciar la caída del tiempo. Aquel año el suizo tuvo el regreso más triunfal que el deporte pueda recordar.

A penas inició el año se coronó campeón de Melbourne venciendo a su mayor rival en pista: Rafael Nadal. En un torneo donde maravilló por su velocidad, su servicio y su osadía. Las devoluciones las cogía a penas la bola picaba y jugó el torneo con un revés exquisito, pero demoledor.

Aquel regalo inesperado, incluso para él, en el calor de Australia fue un regalo en la búsqueda del verdadero objetivo del suizo: Wimbledon. Coronarse en su jardín y lograr más títulos que ningún otro hombre en la Era Abierta. Ser recordado como el más laureado del All England Club.

Seis meses más tarde Federer desafiaría todo eso.

La final ante Marin Cilic, invisible en el relato hasta el inicio del encuentro, duró demasiado poco, demasiado fugaz. El croata solo mantuvo su potencia durante los primeros cinco juegos. Sus potentes servicios que bajaban desde más  de 2 metros de altura incomodaron la devolución del suizo.

En el primer set se cumplía la premisa de las previas: el croata no sería un rival fácil. La primera bola de quiebre llegó para el balcánico, pero se  encontró con un segundo saque ganador de Federer para neutralizar la ventaja.

“Chum jetz!”, dejó escapar en alemán Roger. Es grito de aliento ahogado que significa  “Vamos” es, normalmente, un síntoma que preocupa a su palco, pero para el suizo es un llamado de atención y de amor propio. Un grito que avisa al oponente ‘Aquí estoy yo’.

Así de tener un break a favor, Cilic pasó a entregar su servicio a un Federer que vio la debilidad de su rival y le hizo pagar por ello.  Tras ese quiebre, Roger se liberó en la grama de la cancha central.

Sus movimientos volvieron a ser los de siempre. El croata se veía superado y la grieta entre ambos se hizo enorme. La torre de 2 metros empezó a derribarse y las bombas que caían desde las alturas comenzaron a disiparse. Las nubes se volvieron grises y regaló el set con una doble falta.

Tras un primer set letal y un 3-0 en el segundo set, Cilic pidió atención médica. Cuando llegó el fisioterapeuta se rompió; no fue una rotura muscular, pero su espíritu se quebró por completo. Comenzó a llorar y la cancha central quedó helada.

Trataron de animarle, pero no hubo tratamiento alguno. El dolor era muy grande para el croata. El llanto era de pura impotencia: sabía que había perdido la final. Las ampollas en su pie izquierdo le hicieron imposible jugar cómodo. El fisioterapeuta las vendó como pudo y el tenis siguió.

De ahí en adelante no hubo rival. Federer apretó con su servicio, con su revés y con su forehand. Su derecha voló y todo culminó en el tercer set. El maestro cerró la tarde con un broche de oro: un ace. A lo grande.

Y cuando sus cuatro hijos aparecieron, el papá se dejó ir. Ya no pudo contener las lágrimas. La emoción se apoderó de él. Elegido para un retorno inmortal.

“No puedo ni creérmelo aún. Es mágico, es demasiado”, acertó a decir entre sollozos. “Fue cuestión de fe. Después del año pasado no sabía si podría volver o no. Cuando perdí con Djokovic las finales del 2014 y 2015, pensé que no tendría más oportunidades. Luche y aquí estoy”, exclamó el suizo con su octavo título de Wimbledon.

 

Source: Meridiano

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *